El teatro neoclásico se apoya en unos bien conocidos dogmas, que explicó Luzán en su preceptiva, y que, lejos de ser unánimemente aceptados, fueron muy discutidos en la época. Se trata, por establecer una clasificación básica, de los siguientes:
- La ilusión o el engaño teatral: El espectador debe interiorizar y hacer suyos los conflictos, las personalidades y las situaciones que aparecen en escena. Debe perder de vista el mundo real e introducirse en el imaginario, incluso atravesando el espacio y el tiempo escénicos.
- La imitación de la naturaleza: al tiempo que crean la fábula o argumento, los dramaturgos del Neoclasicismo deben elegir los caracteres, es decir, imitar la naturaleza en lo universal, como hizo Zeuxis para pintar a la bella Helena (juntó todas las hermosuras y creó el paradigma de la hermosura). Así, la imitación de la naturaleza es la imitación de la naturaleza humana en lo universal, presentando los objetos y sus características “con toda la perfección que en ellos cabe; una imitación en la que se vea la naturaleza no como es en sí misma, sino como puede ser y como la podemos imaginar” (Batteux).
- Verosimilitud y decoro: la verosimilitud es el resultado de la imitación de la naturaleza; por eso, según Aristóteles en su poética (completamente asumida por los neoclásicos), “se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible inverosímil; no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, lo posible”. El decoro es el resultado de la aplicación de lo verosímil y de lo universal a los personajes (deben ser arquetipos y psíquicamente coherentes, y su lenguaje debe responder a su estatus, edad, sexo, etnia y época.
- Las unidades: de lugar, de tiempo y de acción.
El teatro era el instrumento idóneo para la reforma moral. Debía combinar utilidad y deleite, y colaborar a la unión de España tras la Guerra de Sucesión. Por ser la recepción de su mensaje mucho más amplia que la de cualquier impreso, el teatro adquiere una capacidad de conformar la conducta y la opinión pública a la que el poder hubo de ser sensible. Es frecuente que la censura no pusiera objeciones, en los dramas impresos, a determinados pasajes que eran sin embargo prohibidos en escena. Por otra parte, el teatro pudo ser objeto de iniciativas de reglamentación y dirección gubernativa gracias a su influencia social, circunstancia que los neoclásicos aprovecharon reiteradamente para imponer sus principios por decreto.
En segundo lugar, la gama teatral es sumamente amplia en la España del XVIII. Continúa activa la herencia del siglo anterior, incrementada por los dramaturgos populares (José de Cañizares, Antonio de Zamora), mientras se intenta llevar a los coliseos tragedias y comedias de inspiración neoclásica, adaptaciones del teatro extranjero o refundiciones del de tradición propia; en la segunda mitad del siglo aparecen las formas sentimentales y patéticas; el teatro musical se extiende a lo largo del siglo, desde la ópera a las formas populares y los melólogos.
La historiografía teatral del XVIII se ha centrado hasta hace bien poco en un reducido número de autores considerados mayores, despreciando el estudio de multitud de dramaturgos cuyo valor documental es precioso. Entender la Historia como un desfile de notables es peligrosa metodología; los fenómenos y procesos -dentro de los cuales muestran los mejores sus verdaderos quilates-- se pierden de vista, y se cae en el error de omitir aquellos que no fueron encarnados por personalidades de primer orden ni se tradujeron en obras de especial relevancia.
En tercer lugar, en el trasfondo del hecho teatral dieciochesco existe un denso cuerpo de doctrina y preceptiva, el Neoclasicismo, que origina una polémica entre tradicionalistas e innovadores (La polémica Calderoniana).
La situación del teatro español no era muy halagüeña ni en lo material ni en lo institucional. Las condiciones materiales de los coliseos no eran las mejores, y los espectadores sufrían gran incomodidad especialmente en patio, gradas y cazuela. El parasitismo de Ayuntamientos e instituciones benéficas pesaba sobre la recaudación.
Una nutrida corriente de teatro ajeno a las exigencias neoclásicas recorre el siglo, para escándalo de los reformadores; hereda la tradición del teatro nacional del XVII y evoluciona a lo largo del XVIII con personalidad propia, desde autores con un pie en el Barroco como Antonio de Zamora a dramaturgos de fin del XVIII como Valladares o Gaspar Zavala, e incluso posteriores como Grimaldi (Gies, 1988). Sainetes, entremeses, comedias de santos, de magia, de bandoleros (con muche tramoya y efectos especiales), de figurón y heroico-militares gozaron del favor del público.
La tragedia, junto a algunos intentos de situación de sus asuntos en la Antigüedad (la misma Virginia, Lucrecia de Nicolás Moratín, Jahel de López de Sedano o Idomeneo de Cienfuegos) se orientó hacia los temas de historia nacional, ante los que cabía esperar mayor interés y respuesta, desde la Numancia destruida de Ignacio López de Ayala a Doña María Pacheco de Ignacio García Malo, pasando por el Ataúlfo de Agustín Montiano y Luyando, Florinda de María Rosa Gálvez y otros temas medievales, como el Guzmán el Bueno de Nicolás Moratín, Don Sancho García de Cadalso o los Pelayos de Jovellanos y Quintana. Muchas de estas tragedias se escenificaron, pero en términos generales su éxito fue escaso. El uso de la preceptiva no fue siempre hábil y acertado, ni tampoco la imitación de la tragedia griega.
La comedia inicia su andadura con La Petimetra (1762) de Nicolás Moratín y, prácticamente en el reinado de Carlos IV, ofrece los mejores frutos del teatro de nuestro XVIII en la pluma de Tomás de Iriarte y Leandro Moratín. Las tragedias y comedias de nuestro Neoclasicismo se publicaron en muchos casos precedidas por prólogos de carácter polémico y censorio contra el teatro contemporáneo que escapaba a sus directrices, a los que hay que añadir textos autónomos como los tres Desengaños de Nicolás Moratín o los que aparecieron en las páginas de El Pensador o El Censor. Los neoclásicos consiguieron que el poder respaldara sus propósitos y obtuvieron éxitos legales como las prohibiciones de autos sacramentales y 21 comedias de santos en 1765, y de éstas y comedias de magia en 1788. Pablo de Olavide realizó en Sevilla una importante gestión de ámbito teatral, y en 1799 se aprobó un ambicioso plan de reforma, cuyos mentores fueron Santos Díez González y Moratín, pero duró poco y no llegó a conseguir sus objetivos.
La enumeración de los reproches de los neoclásicos al teatro español del XVII y al popular y de consumo del XVIII, de tema tanto religioso como profano, sería interminable: no respetar las Unidades ni la Verosimilitud, usar un lenguaje inadecuado a la clase social de los personajes, presentar comportamientos inmorales e indecorosos en mujeres y príncipes, contener abundantes errores en historia, geografía o costumbres, caer en la mezcla tragicómica; en resumen, vulnerar sistemáticamente las reglas y, según un prurito de entretenimiento mal entendido, olvidar la influencia del teatro sobre la moral y las costumbres del espectador.
La distinción neoclásica entre tragedia y comedia (véase el punto 1 del capítulo 7 de esta obra) en cuanto al asunto, su tratamiento y el rango de sus personajes, era socialmente inaceptable en la segunda mitad del siglo. La burguesía, protagonista ascendente en la vida cotidiana, cultural y política del XVIII, no podía aceptar las convenciones de un teatro en el que el género elevado y digno, la tragedia, estaba reservado a personajes aristocráticos, siendo los de otras clases sociales objeto de un tratamiento degradado de acuerdo con el modelo cómico. Necesitaba un teatro que la presentara con la máxima dignidad literaria y encontrara recursos dramáticos en su misma realidad social, en los ámbitos de la moral familiar, de las actividades económicas y profesionales y del igualitarismo jurídico. Los protagonistas de este nuevo teatro son burgueses o populares, de modo que corresponden, dentro de las convenciones neoclásicas, a la comedia. Unas veces se sitúan en el tiempo histórico del espectador, otras en el pasado, y pueden ser reales o ficticios, lo cual apunta tanto a la tragedia como a la comedia. Son buenos y virtuosos, lo que corresponde a la tragedia, aunque el desencadenante de la peripecia no va a ser el error o falta que lastra al héroe trágico, sino la lucha del individuo contra un mundo social erizado de obstáculos que unas veces proceden de la pervivencia de las convenciones y prejuicios del orden aristocrático, otras de las condiciones del nuevo orden burgués.
Los protagonistas de este nuevo teatro son burgueses o populares, de modo que corresponden, dentro de las convenciones neoclásicas, a la comedia. Unas veces se sitúan en el tiempo histórico del espectador, otras en el pasado, y pueden ser reales o ficticios, lo cual apunta tanto a la tragedia como a la comedia. Son buenos y virtuosos, lo que corresponde a la tragedia, aunque el desencadenante de la peripecia no va a ser el error o falta que lastra al héroe trágico, sino la lucha del individuo contra un mundo social erizado de obstáculos que unas veces proceden de la pervivencia de las convenciones y prejuicios del orden aristocrático, otras de las condiciones del nuevo orden burgués. El teatro innovador del que venimos hablando fue llamado drama, comedia seria, comedia sentimental y tragedia burguesa.
En cuanto a su incompatibilidad con el Neoclasicismo, lo era con su versión y práctica teatral habituales, pero conviene recordar que en el ámbito teórico la Poética de Aristóteles admitía la tragedia de final feliz y de fábula y personajes ficticios.