Obra completa con estudio inicial
Carta IV (Cornelia Bororquia a su
padre, el Gobernador) [Fragmento]
En efecto, estos desentrañados
monstruos me sacaron de vuestra casa a las doce y media de la noche, y me
condujeron casi a las rastras hasta esta ciudad, donde el Arzobispo me estaba
ya esperando con la mayor impaciencia en su palacio. ¡Qué jubilo, qué gozo
manifestó al verme entrar allí! ¡Oh cuánto, cuánto tuve que sufrir a mi
llegada! Promesas, ruegos, caricias, protestas, juramentos, violencias... Pero
de todo, de todo triunfó mi denuedo; no, no cometáis la ligereza de creerme
fácil y culpable: oídme, oídme.
El abandono de este hombre, su
maldad, su grosería, su barbarie, sus modales indecentes, sus ojos llenos de
fuego indigno, su semblante halagüeño en apariencia y pálido y colérico en
realidad, su postura indecorosa y liviana, todo, todo hubiera extinguido aun en
la mayor prostituta la más leve chispa de los placeres del amor. ¡Qué! Un
prelado que en la cátedra del Espíritu Santo fulmina celoso rayos y centellas
contra el vicio, un prelado a cuya presencia se prosterna humildemente el
pueblo entero, esperando con ansia su santa
bendición; un prelado en cuya alma
está grabado el indeleble carácter de un ungido del Señor, ¡atreverse a hollar las leyes
celestiales de la amistad, robando violenta e
ignominiosamente a un amigo suyo su
hija única, es decir, el consuelo de su alma y la alhaja más estimada de su
corazón! ¡Osar manifestarla con el mayor descoco su sacrílega pasión, pretender
imperiosamente mancillar su honor, querer saciar su brutal apetito a
costa de cuanto hay más sagrado y
respetable en el mundo! ¡Ay de mí! ¿Quién no mirará a un hombre semejante como
un horrible y evitable monstruo, más digno de habitar en los áridos desiertos
de la Arabia, que de regir y gobernar en los cultos países de la cristiandad? Por
lo que a mí me toca, le detesto y abomino mortalmente. ¡Qué hombre tan
perverso! No contento con haberme injuriado tan gravemente, querido padre mío,
no satisfecho con haberme hecho sufrir toda especie de humillaciones, ha
llevado su odiosa e injusta venganza hasta el extremo de privarme cruelmente de
la luz del día, haciéndome poner en el más lóbrego calabozo del Santo Oficio, para ablandar mi empedernido corazón
(éstas son
sus expresiones).
Pero, ¡ay!, mi corazón sabrá sufrir
y endurecerse más y más, y aborrecer de día en día al que no es acreedor ni aun
a ser siquiera amado de las bestias feroces. ¡Oh, cuánto, cuánto llagaría yo
vuestro tierno y sensible pecho, si os refiriera menudamente las vejaciones
que he padecido, las inmensas penas
que han angustiado mi alma desde que me arrancaron de vuestro amo en mi
espíritu mi afrentosa e injusta prisión! Para que forméis una tosca idea del lúgubre
albergue en que moro, del género de vida que tengo, del cúmulo de trabajos y
tormentos que sin cesar me sitian, bastará deciros que el Dios cruel y vengador
que nos pinta y representa nuestra augusta y sagrada religión, no puede haber
preparado a los réprobos un castigo
tan crudo y terrible como el que padecen aquí los infelices presos. ¡Ah! Si las
cavernas, si las cuevas, si los calabozos del infierno son más tristes, más
inhabitables, más espantosos que los de esta cárcel, entonces Dios, en vez de
ser el padre de los hombres, es su
más cruel e inhumano verdugo. Mas, ¡qué digo, ay de mí! El pecado es una ofensa
hecha al criador y merece sin duda un eterno y riguroso castigo. Perdonad,
padre mío, los extravíos de mi exaltada imaginación: no, no, jamás, jamás
dudaré de lo que me habéis enseñado en mi niñez, y a pesar de los innumerables
lazos que suele armar el enemigo común en la adversidad a las almas flacas y
débiles, ayudada con los auxilios de la divina gracia, siempre procuraré ser
fiel a sus gratos llamamientos.