jueves, 10 de septiembre de 2020

Cornelia Bororquia (fragmento)

 Obra completa con estudio inicial


Carta IV (Cornelia Bororquia a su padre, el Gobernador) [Fragmento]

 

En efecto, estos desentrañados monstruos me sacaron de vuestra casa a las doce y media de la noche, y me condujeron casi a las rastras hasta esta ciudad, donde el Arzobispo me estaba ya esperando con la mayor impaciencia en su palacio. ¡Qué jubilo, qué gozo manifestó al verme entrar allí! ¡Oh cuánto, cuánto tuve que sufrir a mi llegada! Promesas, ruegos, caricias, protestas, juramentos, violencias... Pero de todo, de todo triunfó mi denuedo; no, no cometáis la ligereza de creerme fácil y culpable: oídme, oídme.

 

El abandono de este hombre, su maldad, su grosería, su barbarie, sus modales indecentes, sus ojos llenos de fuego indigno, su semblante halagüeño en apariencia y pálido y colérico en realidad, su postura indecorosa y liviana, todo, todo hubiera extinguido aun en la mayor prostituta la más leve chispa de los placeres del amor. ¡Qué! Un prelado que en la cátedra del Espíritu Santo fulmina celoso rayos y centellas contra el vicio, un prelado a cuya presencia se prosterna humildemente el pueblo entero, esperando con ansia su santa

bendición; un prelado en cuya alma está grabado el indeleble carácter de un ungido del Señor, ¡atreverse a hollar las leyes celestiales de la amistad, robando violenta e

ignominiosamente a un amigo suyo su hija única, es decir, el consuelo de su alma y la alhaja más estimada de su corazón! ¡Osar manifestarla con el mayor descoco su sacrílega pasión, pretender imperiosamente mancillar su honor, querer saciar su brutal apetito a

costa de cuanto hay más sagrado y respetable en el mundo! ¡Ay de mí! ¿Quién no mirará a un hombre semejante como un horrible y evitable monstruo, más digno de habitar en los áridos desiertos de la Arabia, que de regir y gobernar en los cultos países de la cristiandad? Por lo que a mí me toca, le detesto y abomino mortalmente. ¡Qué hombre tan perverso! No contento con haberme injuriado tan gravemente, querido padre mío, no satisfecho con haberme hecho sufrir toda especie de humillaciones, ha llevado su odiosa e injusta venganza hasta el extremo de privarme cruelmente de la luz del día, haciéndome poner en el más lóbrego calabozo del Santo Oficio, para ablandar mi empedernido corazón (éstas son sus expresiones).

 

Pero, ¡ay!, mi corazón sabrá sufrir y endurecerse más y más, y aborrecer de día en día al que no es acreedor ni aun a ser siquiera amado de las bestias feroces. ¡Oh, cuánto, cuánto llagaría yo vuestro tierno y sensible pecho, si os refiriera menudamente las vejaciones

que he padecido, las inmensas penas que han angustiado mi alma desde que me arrancaron de vuestro amo en mi espíritu mi afrentosa e injusta prisión! Para que forméis una tosca idea del lúgubre albergue en que moro, del género de vida que tengo, del cúmulo de trabajos y tormentos que sin cesar me sitian, bastará deciros que el Dios cruel y vengador que nos pinta y representa nuestra augusta y sagrada religión, no puede haber

preparado a los réprobos un castigo tan crudo y terrible como el que padecen aquí los infelices presos. ¡Ah! Si las cavernas, si las cuevas, si los calabozos del infierno son más tristes, más inhabitables, más espantosos que los de esta cárcel, entonces Dios, en vez de

ser el padre de los hombres, es su más cruel e inhumano verdugo. Mas, ¡qué digo, ay de mí! El pecado es una ofensa hecha al criador y merece sin duda un eterno y riguroso castigo. Perdonad, padre mío, los extravíos de mi exaltada imaginación: no, no, jamás, jamás dudaré de lo que me habéis enseñado en mi niñez, y a pesar de los innumerables lazos que suele armar el enemigo común en la adversidad a las almas flacas y débiles, ayudada con los auxilios de la divina gracia, siempre procuraré ser fiel a sus gratos llamamientos.