sábado, 18 de abril de 2020

Yevgueni Baratynksi — La calavera

Yevgueni Baratynksi — La calavera



Difunto hermano, ¿quién perturbó tu descanso
y holló lo sagrado de la tumba?
A tu casa, ya excavada, descendí,
tomé tu calavera entre mis manos, polvorienta y amarilla.

Los restos de tu cabello todavía estaban allí.
Vi el lento transcurso de la descomposición en ellos.
¡Horrible visión! Con qué fuerza golpeó
al sensible heredero de tal ruina.

A mi lado, una multitud irreflexiva de jóvenes
sobre la fosa abierta rieron despreocupados.
¡Si solo entonces, si justo en mis manos
tu cabeza se hubiera desatado en profecía!

¡Si solo ella nos hubiera enseñado —impulsiva, en flor,
y amenazada cada hora por la hora de la muerte—
las verdades que se extienden entre el saber de las tumbas,
pronunciándolas con su voz impasible!

¿Qué estoy diciendo? Cien veces sea bendita
aquella ley que embalsamó sus labios en silencio.
Y recta es la costumbre que pide
respeto por el sueño solemne del difunto.

¡Deja vivir a los vivos! ¡Deja a los muertos descomponerse en paz!
¡Oh, hombre, vana creación del Todopoderoso,
reconoce finalmente que no fuiste hecho
ni para la sabiduría ni para la omnisciencia!

Necesitamos nuestras pasiones como necesitamos nuestros sueños.
Son la condición y el alimento de nuestro ser;
tú no someterás bajo ninguna ley
ni el ruido del mundo ni el silencio de la tumba.

Los sabios no apagarán las emociones naturales.
La respuesta que buscan no se la proporcionará el sepulcro.
Deja que la vida otorgue a los vivos su alegría
y la propia muerte les enseñará a morir.